El vecino del tercero
Hacía meses que su vida era un bucle alrededor de una silla de ruedas, junto a la ventana del salón. El vaivén de los vecinos era tan predecible que no necesitaba mirar más allá del cristal para saber lo que estaba pasando en la calle. No era nada extraordinario que la dueña de la cafetería de enfrente saliera a la terraza para tomar un café a las seis de la tarde, ni que su marido tomara una cerveza en el bar de la esquina a las ocho y cinco de la mañana. No le interesaba si tenían razones para vivir allí o sólo se dejaban llevar por la corriente marina que aguardaba al final de la calle. Bastaba el movimiento de sus cuerpos para que Amancio se sintiera extasiado.
A Marcela le encantaba silbar, desde que era niña. Aun así, más que por el placer de crear melodías, últimamente silbaba como forma de dejar que pasara el tiempo. Hacía semanas que la vida con Amancio no era agradable y buscaba razones para quedarse a su lado, pero cada vez se sentía más asfixiada. Pasaba media mañana de la cocina al buzón, hasta que llegaba el correo, y aprovechaba el desplazamiento para visitar al peluquero del cuarto. Cuando ella volvía a casa, Amancio contemplaba los folletos publicitarios esbozando media sonrisa y un silencio a prueba de silbidos se instalaba por todo el salón. El sonido de la calle se tornaba punzante y era necesario cerrar la ventana.
Lorenzo suplicaba un diluvio que partiera en dos el cielo cada vez que escribía una dirección extraña en el remite de sus cartas. Soñaba con salir volando de allí y volver andando a su casa. La luz de aquellas paredes pesaba tanto sobre su espalda que no era capaz ni de levantar la mirada, pero guardaba el aire en su mesilla de noche. Inhalaba los renglones con los ojos cerrados y recorría con la yema de sus dedos cada pliegue de aquel papel reciclado. Anhelaba hacer llegar sus palabras más allá de cualquier buzón y escribía en su cabeza todo el tiempo. Temía que el amor de su vida se quedara olvidado en un puñado de cartas.
El peluquero se sentía culpable desde que su padre vivía en un centro geriátrico; no podía quitarse de la cabeza su paso lento y soñaba que su andador daba vueltas a la manzana a una velocidad trepidante. Marcela adoraba al vecino del cuarto, pero no sabía cómo decírselo a Amancio; no quería que se sintiera molesto ni que dejara de mandarla al buzón para evitar los encuentros. Necesitaba recuperar su vida y cuidar de sí misma. Echaría de menos la melodía de aquel viejo nostálgico, pero no podía pasar otro año interna en su casa.
Amancio estaba muy triste desde que no recibía cartas. Sobre las diez de la noche, cuando Marcela lo acostaba y se quedaba solo en la cama, tenía ganas de levantarse y echarse a correr calle abajo. Pero no podía. Los pataleos del impresentable del segundo, que tronaban sobre su cabeza cada trece minutos, tampoco le ayudaban a conciliar el sueño. Sólo conseguía calmar su ansiedad rebuscando en la cajita de latón que le regaló la viuda del quinto antes de mudarse de barrio. Las manecillas de los relojes parecían detenerse cuando no llegaba carta del padre del peluquero, y sentía que en aquella cajita guardaba la eternidad con su letra.
Aquella mañana, después de leer las últimas palabras que le escribiría Lorenzo, el vecino que desapareció del tercero, pensó en lo distinta que podría haber sido su vida. Tuvo la impresión de que alguien bajaba las escaleras del edificio corriendo, y llamaba a su puerta. Dejó pasar unos segundos, a la espera de que abriera Marcela. Pero no hubo respuesta. Miró más allá del cristal de la ventana del salón y pudo ver aquel amor, de la mano, paseando hasta el final de la calle.
* Seleccionada en el XVII Concurso de Relatos para Leer en Tres Minutos «Luis del Val» de Ayuntamiento de Sallent


El vecino del tercero
Hacía meses que su vida era un bucle alrededor de una silla de ruedas, junto a la ventana del salón. El vaivén de los vecinos era tan predecible que no necesitaba mirar más allá del cristal para saber lo que estaba pasando en la calle. No era nada extraordinario que la dueña de la cafetería de enfrente saliera a la terraza para tomar un café a las seis de la tarde, ni que su marido tomara una cerveza en el bar de la esquina a las ocho y cinco de la mañana. No le interesaba si tenían razones para vivir allí o sólo se dejaban llevar por la corriente marina que aguardaba al final de la calle. Bastaba el movimiento de sus cuerpos para que Amancio se sintiera extasiado.
A Marcela le encantaba silbar, desde que era niña. Aun así, más que por el placer de crear melodías, últimamente silbaba como forma de dejar que pasara el tiempo. Hacía semanas que la vida con Amancio no era agradable y buscaba razones para quedarse a su lado, pero cada vez se sentía más asfixiada. Pasaba media mañana de la cocina al buzón, hasta que llegaba el correo, y aprovechaba el desplazamiento para visitar al peluquero del cuarto. Cuando ella volvía a casa, Amancio contemplaba los folletos publicitarios esbozando media sonrisa y un silencio a prueba de silbidos se instalaba por todo el salón. El sonido de la calle se tornaba punzante y era necesario cerrar la ventana.
Lorenzo suplicaba un diluvio que partiera en dos el cielo cada vez que escribía una dirección extraña en el remite de sus cartas. Soñaba con salir volando de allí y volver andando a su casa. La luz de aquellas paredes pesaba tanto sobre su espalda que no era capaz ni de levantar la mirada, pero guardaba el aire en su mesilla de noche. Inhalaba los renglones con los ojos cerrados y recorría con la yema de sus dedos cada pliegue de aquel papel reciclado. Anhelaba hacer llegar sus palabras más allá de cualquier buzón y escribía en su cabeza todo el tiempo. Temía que el amor de su vida se quedara olvidado en un puñado de cartas.
El peluquero se sentía culpable desde que su padre vivía en un centro geriátrico; no podía quitarse de la cabeza su paso lento y soñaba que su andador daba vueltas a la manzana a una velocidad trepidante. Marcela adoraba al vecino del cuarto, pero no sabía cómo decírselo a Amancio; no quería que se sintiera molesto ni que dejara de mandarla al buzón para evitar los encuentros. Necesitaba recuperar su vida y cuidar de sí misma. Echaría de menos la melodía de aquel viejo nostálgico, pero no podía pasar otro año interna en su casa.
Amancio estaba muy triste desde que no recibía cartas. Sobre las diez de la noche, cuando Marcela lo acostaba y se quedaba solo en la cama, tenía ganas de levantarse y echarse a correr calle abajo. Pero no podía. Los pataleos del impresentable del segundo, que tronaban sobre su cabeza cada trece minutos, tampoco le ayudaban a conciliar el sueño. Sólo conseguía calmar su ansiedad rebuscando en la cajita de latón que le regaló la viuda del quinto antes de mudarse de barrio. Las manecillas de los relojes parecían detenerse cuando no llegaba carta del padre del peluquero, y sentía que en aquella cajita guardaba la eternidad con su letra.
Aquella mañana, después de leer las últimas palabras que le escribiría Lorenzo, el vecino que desapareció del tercero, pensó en lo distinta que podría haber sido su vida. Tuvo la impresión de que alguien bajaba las escaleras del edificio corriendo, y llamaba a su puerta. Dejó pasar unos segundos, a la espera de que abriera Marcela. Pero no hubo respuesta. Miró más allá del cristal de la ventana del salón y pudo ver aquel amor, de la mano, paseando hasta el final de la calle.
* Seleccionada en el XVII Concurso de Relatos para Leer en Tres Minutos «Luis del Val» de Ayuntamiento de Sallent

